Corría 2003 y yo estudiaba en la universidad EAFIT la especialización en Hermenéutica Literaria. Diciembre se sentía venir a pasos largos y fuertes, imparable, latente en cada una de las actitudes de la gente que recorría las calles bajo las lluvias de octubre. Quizás me bebía un café en una tienda de esquina, muy temprano en la mañana, de camino al trabajo, cuando a mi cabeza arribó la gran inquietud: ¿por qué hago una especialización en literatura? ¿por qué escribo? ¿Para qué? El caliente y oscuro líquido quemaba mi lengua y bajaba por mi garganta causando un fuerte ardor. Y mientras veía caer ligeras gotas de una débil lluvia, las preguntas seguían resonando en el ambiente, como la afónica vibración emitida por los cueros de un tambor.
Alguna vez leí que «Un libro no es un libro, sino la voz de una persona que habla a través de él». Sentado a la mesa de aquel pequeño café, divisando distraídamente la línea que en el horizonte dibujaban las montañas y los árboles que emergían de su húmeda tierra, la recordé. No fue como un pensamiento trivial que de pronto alumbra tu mente, no fue como un destello que desde una lejana constelación llega hasta tus ojos y los impresiona. Fue, más bien, como la lenta germinación de una semilla que alguien ha lanzado en tierra infértil, y que de tanto luchar contra la dificultad se abre camino y con su débil tallo revienta la tierra y ve la luz. Invadió mi interior inmensamente, terriblemente, y pareció iluminar más preguntas que respuestas, y siguió así dentro y a lo largo de mí, despacioso, pueril, cansado.
La chica detrás del mostrador se acercó sigilosamente hasta la mesa a la que me encontraba sentado, pisaba con sus chanclas negras la baldosa verde petróleo con lenta suavidad, como si se adentrara en un lugar desconocido, y, una vez junto a mí, levanté la cabeza, la miré, y, mirándome, me preguntó: “¿Puedo retirar?”. Claro, le dije, y bajé la cabeza hasta el pocillo que, agarrado de su mano de delgados y alhajados dedos, alzó vuelo y pareció levitar hasta perderse en la distancia. Aún permanecí un rato allí sentado, mirando la calle, los buses que se detenían frente a la puerta, la gente que bajaba de ellos y, ya en tierra, bajo el agua, abría un paraguas o corría huyendo del ventarrón que cada vez se hacía más fuerte.
Es cierto, pensé. Y luego de darle vueltas a la idea en mi cabeza, terminé por concluir: sí: incluso es obvio. Un libro sin texto no sería un libro. Y el texto que contiene cualquier libro no surgió allí por generación espontánea. Alguien lo depositó ordenadamente, letra por letra, palabra por palabra, frase por frase, párrafo por párrafo, página por página. ¿Y qué son esas letras, esas palabras, esas frases, esos párrafos, esas páginas? Nada distinto a pensamiento. Pensamientos que anidan desordenadamente en la cabeza de alguien y que ese alguien ha organizado y vaciado en las hojas en blanco. El para qué es otro asunto. Pero por el solo hecho de estar allí, ese contenido termina siendo objeto de lectura. Unos ojos (muchos ojos al fin) acabarán por recorrer lo que terminarán siendo imágenes, mensajes, reflexiones… pensamientos.
«Un libro no es un libro, sino la voz de una persona que habla a través de él»
Me levanté, dejé atrás la silla, hice un gesto de despedida, de gracias, a la chica que me había atendido, y la dejé también atrás, a ella, a la chica, al local, a la cuadra que poco a poco había ido mojándose y llenándose de pequeños charcos por partes, aunque ya no llovía. El agua había sido un simple chaparrón. Cayó de pronto y de pronto dejó de caer. Se fue a otra parte. También la gente había dejado de correr. Y parecía una masa más, pequeña, tan quieta, tan calmada, cada quien en busca de su dirección, de su edificio, de su piso, de puesto, de su lugar para pasar el día.
¿Y qué hay allí?, me pregunté. ¿Qué hay en esos libros? ¿Qué dicen esas personas que escriben? ¿Qué cuentan esos pensamientos? Ciertamente lo pensé mucho. Ideas de todos los colores iban y venían por mi mente en tanto que me adentraba en el edificio en el que trabajaba. Esperé el ascensor detrás de otros que también lo hacían, y pensaba. Muchas cosas, me dije. En esos libros hay historias, esas personas dicen lo que piensan, esos pensamientos cuentan ideas.
Pero y, ¿para qué?, la pregunta estalló en mi cabeza, monstruosa, como si me dijera que todo no era más que una ilusión. Que nada hay más que lo real, y que lo real es aquello que se para y respira y se mueve y produce. Pero, ¿qué producen tantas letras, tantas palabras, tantas frases, y párrafos y páginas a lo largo de millones y millones de libros?
Las cuerdas y las poleas, que movían en declarado ascenso el gran cajón en el que íbamos cerca de diez personas apretujadamente, vibraba y sonaba sin cesar. La mayoría de las cabezas, algunas mojadas y otras húmedas, permanecían gachas. Alcancé a divisar unos ojos cerrados y un hombre que miraba con pasmosa lascivia las apretadas nalgas de una mujer vestida de jean. Tras algunos segundos todos habían salido del ascensor, menos yo. Entonces la puerta se abrió. Un vacío frío, casi helado, me gritaba y empezó a absorberme lentamente.
Tras pasarme ambas manos por la cabeza, como si me alisara el pelo después de un fuerte ventarrón, avancé en busca de mi puesto. Y, súbita, una palabra brilló en mi mente: PROMESAS. La paladeé, como si se tratara del dulce sabor que dejara en mi lengua un postre. PROMESAS.
Mientras me sentaba, encendía el computador, acomodaba los papeles que había dejado revueltos sobre el escritorio la noche anterior, zumbaban a mi alrededor enjambres de extrañas criaturas que me creaban certezas y dudas. Por los enormes ventanales del piso entraba una pálida luz que copaba el espacio entre los escritorios y las sillas. La mayoría aún estaban baldíos. La interfaz del correo electrónico, blanca como el armiño, me miraba en silencio, a la espera. Sí, me dije como sin precedentes. Lo que escriben los escritores son promesas. De mundos por venir, de aventuras, de entretenimiento, de aprendizaje, de alegría, de sueños, de nuevas ideas sumando a las propias y gestando en ese acto amoroso innovación, empresas, toda clase de mundos posibles. Claro, los escritores escriben libros para prometer al mundo otro mundo, uno ficticio que puede ser real, o uno ficticio que nace de la realidad, o uno que pese a ser ficticio no es otra cosa que la realidad pintada, camuflada, prometida.
La realidad me arrancó de la vaguedad en la que habitaba, el sol se tornó más brillante, algunas nubes remitieron, y a mi alrededor hombres y mujeres no dejaban de parecerme extraños a pesar de ser compañeros de trabajo por años. Ajenos, sí, y distantes.
Pensé en las promesas que yo mismo hacía cada vez que escribía un libro de cuentos, o una novela, o incluso un texto de electricidad y electrónica, o de administración de empresas y liderazgo. Con esas palabras que plasmaba en el papel le agradecía al mundo lo que me había dado y trataba de devolverle un poco de lo tanto que había recibido. Y le hacía a esos potenciales lectores la promesa de que allí encontrarían algo que había escrito con gusto, con interés, con gran pasión. Algo que yo consideraba valioso. Sí, claro, me dije como si de pronto lo hiciera consciente para mí mismo: cada vez que escribo lo hago para prometer al mundo que con lo que en las hojas en blanco encontrará, si lo usa con juicio, encontrará un camino que quizás lo llevará hasta donde yo mismo he llegado: un paraíso por descubrir cada día.
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