
Empecé a leer siendo apenas niño. Lo hacía por el placer que me producía avanzar por las líneas frente a mis ojos; claro, por un lado, por la historia que se iba armando en mi mente, pero también, y quizás más, por la musicalidad que resonaba en todo mi ser. Era como si me encontrara en un lugar mágico en el que las más espectaculares orquestas se dieran cita, y, una tras otra, fueran desplegando para los asistentes, yo en primera fila, su delicioso repertorio. Mientras estaba allí, en ese lugar de aromas exquisitos y cálida temporalidad, me deleitaba a más no poder, como si degustara el más dulce de los postres. Pero luego (claro, había un luego, ya afuera, aparte de ese lugar, con los ojos abiertos y la mente puesta en otros menesteres), no podía menos que extrañar algo. Al principio me preguntaba qué era. Luego, sin mayor esfuerzo, lo delataba. La historia que estaba leyendo me llamaba, quería saber qué seguía después de la escena en la que había dejado la trama, ver por qué recodos caminaban o corrían los personajes, pintar en mis retinas los paisajes que explotaban como globos de palabras, conocer, entender a esos nuevos seres en las nuevas escenografías que se daban cita frente a mí, cada vez que, ansioso, pasaba con precipitación las páginas del libro.
Pero, con el tiempo, me fui dando cuenta de que había algo más. Al principio no fue tan claro, se desdibujaba tras la idea de que lo que más amaba era lo que me estaban contando. Pero pasó el tiempo y fui entendiendo que esa historia dejaba de importarme si quien me la contaba no lo hacía con cadencia, con RITMO, con música, con melodía. Era eso y solo eso lo que hacía que se materializara algo mucho más importante: mi permanencia frente al texto. A veces lo dejaba con solo leer las primeras palabras. Sí, cuando aún no sabía de qué iba la historia. ¿Por qué? Lo ignoraba. Pero un día lo supe. Si la historia era sosa, simple, sin emoción, a veces podía aguantar, incluso hasta el punto final, aunque terminara decepcionado. Pero si el RITMO con el que fluía la trama no era ese mismo con el que fluía mi emoción, renunciaba, con frecuencia sin darme cuenta. Pasaban las semanas y una tarde, bajo las cobijas, me decía: “hace días no leo”. Y no lo hacía porque no extrañaba la música, la cadencia, la melodía. Porque no me hacía falta ese RITMO ajeno a mí. Porque el RITMO de eso que había empezado a leer no vibraba como el mío propio. Mi propio RITMO, pero salido de las páginas de la obra literaria (como la imagen que me devolviera un espejo), me hacía falta, lo necesitaba. Lo extrañaba, como se extraña el aire cuando uno se ahoga. Esa melodía sobre la que me dejaba ir como un pez sobre el agua, como un niño a lo largo de un liso y mojado tobogán, estaba lejos y la quería conmigo. Prefiero el RITMO a la historia. Como prefiero hablar con una mujer no muy agraciada físicamente pero de interesante conversación, que con la más hermosa valkiria si de su boca no salen más que necedades.