Así de simple nacen las ideas para escribir un cuento o una novela. Al fin no era nada del otro mundo. Otra cosa es que (si has hecho el ejercicio que te propuse en el post anterior), te preguntes ahora cuál de todos esos temas es el que debes abordar, el que puedes empezar a trabajar con la idea de darle forma narrativa y convertirlo en una historia que valga la pena mostrar. Pues bien, he aquí otra sorpresa: no tendrás que escoger el tema, el tema te escogerá a ti.
Si alguna vez has escrito algo, trata de recordar: ¿por qué escribiste eso y no otra cosa? En mi caso, cuando he iniciado a escribir, sin importar de qué fuera, ha sido simplemente porque ese «algo» llamaba mi atención. Ya se tratara de una persona, una situación o una simple idea, igual se movía en mi cabeza de acá para allá, como una lanzadera. En otras palabras, era una cosa, idea, tema, como quieras llamarla, que estaba ahí, como mi propia piel, no podía dejarla. Y al empezar a escribir, aunque no lo hubiera hecho pensando conscientemente en ello, esa imagen se iba metiendo entre las letras, entre las palabras, entre las frases, entre los renglones y los signos de puntuación, silenciosamente, sigilosamente, hasta que de pronto me hacía reflexionar. «¡Diablos!», pensaba, «¿por qué estoy escribiendo acerca de esto?». Sí, la idea, finalmente, me había elegido y se había instalado frente a mis ojos, en mi mente, hasta hacerme plasmarla en palabras sobre el papel (o sobre la máquina de escribir o en la pantalla del computador).
Recuerdo cuando escribí Historias cruzadas, mi primer libro de cuentos (1994). Corrían los nacientes años de la década de los noventa, yo acababa de terminar mi carrera de ingeniero y recién dejaba las aulas académicas para adentrarme en el mundo laboral. Ninguno de los dos me apasionaba. Iba a trabajar con un libro bajo el brazo, y entre actividades, leía una o dos páginas de Papillón de Henri Charrière o El cuarto protocolo de Frederick Forsyth.
Literalmente, llevaba una agenda bajo el otro brazo. Y cuando el tiempo era holgado y encontraba en una esquina un café, me metía bajo su techo cálido, adornado de sutiles cuchicheos de desocupados conversadores, me sentaba a una mesa, pedía un café negro, sacaba un lapicero del bolsillo de la camisa y, en las hojas cuadriculadas de la agenda, me ponía a escribir. En un año llené muchas de ellas.
Y un día, curioseando entre aquellas páginas ya amarillas algo que me sirviera para llevar mi tarea al taller literario que lideraba Manuel Mejía Vallejo en el auditorio de la Biblioteca Pública Piloto, me di cuenta de que si bien las páginas eran muchas, las ideas no eran tantas. Escribía con frecuencia de tres temas recurrentes: de las aventuras de un viejo tío político por parte de mi madre, llamado Gilberto, pero al que todo el mundo le decía Chapeto; de la violencia macabra que se había instalado en la década de los ochenta en Medellín; y de una mujer ocho años mayor que yo, separada, con cuatro hijas, que me subía al cielo y nunca me dejó caer.
Esas tres ideas, aunque bien camufladas (porque la literatura no se trata de vomitar en páginas blancas tu vida tal y como la vives), resumen aquel libro. De allí que decidiera ese título: Historias cruzadas. Los temas, es decir las historias, al menos en mi opinión, se cruzaban unas a otras, y de principio a fin fueron mi derrotero.
Ni siquiera cuando escribí los cuentos utilizando mis escritos de agenda, ni cuando adiviné el título del libro, ni cuando se publicó y tuve que hablar por primera vez frente a un auditorio lleno de gente que me quería escuchar durante su presentación, hice consciente en mí la realidad de que esos temas no los había elegido yo, sino que ellos simplemente habían emergido, como un delfín del agua, cada vez que quería ponerme a escribir.
De suerte, pues, que si quieres escribir, escribe, sin preocuparte de qué arribe a la punta de la pluma cuando rayes la hoja. Si al ver la página en blanco te sientes bloqueado frente a aquella inmensidad, lanza el primer golpe, como un boxeador callejero; levanta la cabeza; y mientras tomas aire, mira a tu alrededor; y cuando bajes de nuevo la cabeza, expira, y con el lápiz empuñado en la mano, deja correr la tinta.
Después de hacer yo mismo eso que te recomiendo (levantar la cabeza, observar el panorama, volver a bajarla y escribir), diría, porque es lo que tengo frente a mis ojos: Verdes y frondosos árboles parecían nacer, como humaredas mecidas por el viento, entre los rojos tejados que se hundían bajo mi balcón y se extendían hasta la línea curva y por partes difusa del horizonte. Luego, no pares de escribir. Escribe lo que sea, cualquier cosa, ya tendrás tiempo de revisar y borrar, porque eso es lo otro que tendrás que hacer en tu trajinar, aunque te duela en el corazón. Al final de la primera página, ya veremos qué salió. Y al final de muchas páginas, veremos cuáles son tus temas recurrentes.
Esas, las que llegan así, son las mejores ideas para escribir.