
A mucha gente le gusta contar (o inventar) historias de ficción. Claro, como a mucha gente le gusta el fútbol o el aguardiente. Inventar historias. Algo tan viejo como el hombre. Para no alargarnos en una lista interminable, recordemos solo a Sherezade. Ella las contaba. Un día, a alguien se le ocurrió cincelar en piedra La epopeya de Gilgamesh. Y otro, Gutemberg inventó la máquina de escribir y las historias se plasmaron en papel. Palabras. Unas detrás de otras, formando frases, párrafos, llenando páginas y conformando libros. Pero siempre con una finalidad: inventar historias. Eso es la ficción.
Ahora bien: todos tenemos algo que contar: algo que vivimos o soñamos, algo que ronda la órbita de nuestra cabeza, y no sabemos de dónde viene ni para dónde va; o algo que se va forjando a medida que las palabras se suceden, con la sorpresa, al final, hasta de la misma persona que las escribió.
La ficción nos permite ver escenarios inexistentes, personajes inexistentes; nos permite escuchar la voz de un narrador que no existe, pero al cual podemos sentirle las inflexiones de voz, su tono, su ritmo; nos permite «ver» discurrir el tiempo, a veces lento, a veces rápido, como los ritmos fluctuantes de un río según pasa por una curva plana o arrostra una pendiente larga como el infinito.
Las palabras, o la sustancia de que están hechas, reaccionan químicamente con las sustancias que circulan por nuestras venas y arterias, y, como resultado, despierta la imaginación. Producto de ello, de la mano de Alicia nos dejamos caer por el agujero del conejo. Y a partir de entonces, experimentamos la locura de Don Quijote, paladeamos la infidelidad de Emma Bovary, queremos sacudirnos el desespero del amor que experimenta Anna Karenina.
De cuenta, pues, de la ficción, queremos saber más: quién, qué, dónde, cuándo y por qué. Porque esas son las preguntas que le dan sentido a nuestra existencia. Las respuestas (las acertadas, las definitivas), nos develan la Verdad.
Pero también escribimos ficción (y la leemos) para divertirnos, entretenernos, para buscarnos (y encontrarnos) en las historias que otros han vivido, soñado, o deseado vivir o temido enfrentar, porque eso (las palabras, las historias, las reacciones químicas que generan en nuestro organismo hasta despertar nuestra imaginación) le da sentido a nuestra existencia.