En la época de 1600, al parecer, no se había dispuesto del suficiente terreno para enterrar a los muertos (no había muchos cementerios), de modo que cuando las tumbas escaseaban y nuevos cadáveres reclamaban su lugar para hacerse polvo, las autoridades permitían que se exhumaran viejos cuerpos ya deshechos, los trasladaran a un osario cercano, y pusieran a carcomerse en la fosa a los recién fallecidos. Y cuenta la leyenda, que William Shakespeare (el mayor genio literario inglés de todos los tiempos), temiendo que lo alejaran del sacrosanto espacio donde se veía descansando en paz eternamente, escribió el siguiente epitafio para su lápida: «Buen amigo, por Jesús, abstente / de cavar el polvo aquí encerrado. / Bendito sea el hombre que respete estas piedras, / y maldito el que remueva mis huesos». Se dice, además, que Shakespeare, antes de morir, pidió ser enterrado con sus obras inéditas. ¡Y qué curioso! Pese al sempiterno negocio de publicar obras póstumas de escritores en vida bien vendidos, no ha habido quién se atreva a ir a desenterrar esos valiosos tesoros. ¿Alguien se atreve?